Un hombre cualquiera recuerda la actitud de Edward Bloom al conocer de
manos de la bruja la forma en que iba a morir.
Sólo cuando, en su macabra y natural acción, la cortante guadaña se acerca a nuestro
espacio vital nos damos cuenta de lo vertiginoso del tiempo y, en definitiva,
de la vida. Y, entonces, la felicidad se queda huérfana porque los diques, que
la amparaban y protegían, son arrastrados por la fuerza de la riada y por el
incesante ascenso del nivel de las aguas por las torrenciales aportaciones de voluntarias
plañideras, que lloran desconsoladas por el desaprovechado tiempo de un
cronómetro con fecha de caducidad.
Pero, a dos metros bajo tierra ni las pilas, ni la cuerda harán que el
segundero vuelva a latir y, entonces, entre almas espiradas las perdices
volarán alto, dueñas de una felicidad agotada por falta de tiempo.
Y así un hombre cualquiera cree que si encuentra el ojo de vidrio de su
finitud le ayudaría para aprovechar y arriesgar en la vida, que se escurre
entre las manecillas del reloj de bolsillo.
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