Un hombre cualquiera no se conforma con una mujer cualquiera
porque quiere vivir un sueño al calor de un remolón pijama hasta el mediodía.
Las acacias comienzan a mostrar sus despolitizados brotes
verdes en las postrimerías del invierno junto a la ventana empañada por el
descanso en rem mayor. De la celulosa del calendario surge una precoz mariposa que
revela futuros recuerdos por las crecientes horas de luz y la salvaje
alteración de los glóbulos rojos. Y, como si la estacionaria secuencia de
Nothing Hill se hiciera patente en este humilde rincón de una península
borracha de sol, un hombre cualquiera descubre un archivo de irremplazables
momentos en la caja negra de la memoria.
Y con la destreza de los reflejos que luchan contra la amenazadora
gravedad que imanta el alma dormida de los objetos, la soñadora en pijama
consigue agarrar el tiempo. Al bloquear el mecanismo del brazalete con
manecillas, hace suyo el tiempo y, al mismo tiempo, lo hace mío. Cada momento
de felicidad, fugaz y breve, como el ámbar de los semáforos, supone una
retención del nosotros en el tiempo.
Y así un hombre cualquiera, en pijama, declara inaugurado el
quinto sueño de una estación llamada primavera.
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