Un hombre cualquiera promueve la iniciativa popular de
transformar la estática permanencia de los mástiles por medioambientales
aerogeneradores para los vientos del cambio.
La inutilidad de las patrias se mide por la inmensidad de
las banderas en las que se enarbolan, cuando los mendigos ansían borrar su
paupérrima huella por la efigie que se perfila en las monedas. Al mismo tiempo,
los suicidas se lanzan desde las azoteas para alquilar un suelo alicatado de
mármol sin peligro de desahucio. Y, en la bodega del avión, las lágrimas no
tienen cabida en las maletas del emigrante sin billete de vuelta.
Los secretos de estado se susurran en voz en grito al galope
de los leones del Congreso, mientras los hemofílicos palacios son germanizados sin
alquiler ni factura. Y en el salón del trono, el oro de las coronas pierden su
brillo por las manchas de lodo de las piedras lanzadas contra su propio tejado.
Al final, las rentas golpistas acaban caducándose y la limpieza de imagen
deriva en una putrefacta reproducción del cuadro de Dorian Gray.
Y así un hombre cualquiera, ante los patrióticos izados
institucionales, vislumbra a unos monstruosos gigantes sin alma al más puro
estilo de Don Quijote.
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