Un hombre cualquiera se queda en negro, como la manipulada
televisión valenciana, cuando se funden los plomos del ayuntamiento.
"Quiero y mando que toda la gente civil... y sus domésticos
y criados [...] que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro",
ordenaba a bando en grito el Marqués de Esquilache. Hoy en día, ni las
amenazadoras órdenes se pueden leer en los tablones públicos porque los apagados
filamentos de las bombillas no dejan ver los oscuros intereses de la realidad. Además, las
farolas son estatuas ciegas de luz con nocturnidad y alevosía reivindicativa;
sólo las luminarias navideñas dan una
esperanza comercial en las adoquinadas calles del centro.
El espíritu de Esquilache toma las calles sin ataviarse con
capa larga ni chambergo, dilatando las pupilas ante las tenues volutas de las
candelas domésticas. No hay iglesia que ilumine más, que la que arde, grita un borracho frente a la verja santificada; ni mayor
oscurantismo que las sombras chinescas tras las cortinas de los despachos, responde un agnostico ciudadano. Al
mismo tiempo, la factura eléctrica consistorial se aminora, alumbrando ideas a
media luz, cuando las tintineantes monedas privatizan las arcas públicas en liberales bolsillos.
Y así un hombre cualquiera, con los tiempos que corren, alumbra
los motines para encender los derechos que se empeñan en apagar a golpe de decreto
ley, huelga decir.
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