Un hombre cualquiera observa los insistentes timbrazos de
una mujer, asida a una enorme maleta de escolta, en la puerta principal de la
casa de enfrente.
El dueño de la casa abandonó una media hora antes la mesa
del despacho de la segunda planta, dejando en un folio las ideas percutidas en
palabras y aprisionadas sobre la deslizante mandíbula de la máquina de escribir.
El sol calentaba la gélida mañana. Y el hombre ataviado con chaqueta y gorro
aprovechó para hacer algunos arreglos en el jardín. Tras los primeros trabajos,
el obstinado grito del timbre hizo que el hombre se levantara, pero la fuerza
de la gravedad y la fatiga del esfuerzo le provocó que cayera redondo detrás de
la jardinera de cemento. Su esposa, impaciente ante la puerta principal,
rescató, con disimulo y gran rapidez, la llave de reserva que se escondía en la
maceta junto al llamador. El skyline metálico accionó el pestillo y la mujer y
la maleta se adentraron en la casa.
La ventana del despacho, abierta para airear la estancia, se
convirtió en un improvisado megáfono para seguir la preocupada búsqueda de la
mujer entre sus nerviosos pasos a tacón en grito y las llamadas a viva voz a su
esposo. Al llegar al despacho su mirada se posó sobre el folio mecanografiado.
A medida que leía el texto sus ojos iban humedeciéndose hasta conformar una
salada gota en la compuerta del lacrimal. Corriendo, la mujer bajó a la cocina
para coger el teléfono y llamar a la policía, pero la puerta abierta del
armario de las medicinas llamó su atención. Al acercarse a la encimera, la
urgencia y el susto se acrecentaron al
observar la vacía caja del oxibato sódico, mientras, a través de la ventana, un
familiar cuerpo se levantó somnoliento y desenfocado, detrás de una jardinera, al fondo del jardín.
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