Un hombre cualquiera descubre con La Trinchera Infinita un
curso intensivo de confinamiento casero.
El felpudo de la entrada advierte a propios y extraños de la
forma de Estado: ‘La república independiente de mi casa’. Eso sí, todo está
tapizado por el real gusto de la Princesa Carmesí. Y su perfume se entremezcla
con los aromas de sus ideas al horno, acreditados por sus tatuadas estrellas Michelín. Su arte culinario torna en
un rítmico tintineo de cazuelas, platos y cubiertos, como un himno contra las
famélicas legiones. Y no necesita de
banderas, porque los convierte en paños para secar los cacharros o en
trapos para que le abrillante los cristales y entren los rayos del sol. Y con
las bocanadas de luz leer aventuras e historias agazapadas en la
biblioteca.
La biblioteca del salón está abarrotada de hombrecillos de
Millás, del calor de las letras nórdicas de Marchamalo, de las hojas selladas
del pasaporte de Robert Langdon, del humo de la pipa de Sherlock Holmes, de las
naranjas proféticas de Mario Puzzo, de las conversaciones con Fermín Romero de
Torres, de las recetas macerando para futuras comilonas, de los temores de
hombres sabios con fórmulas secretas de arcanos, del grafito afilado del lápiz
del carpintero, del suspense de Mary Higgins Clark; y, sobre todo, del espacio para nuevos
objetos, personajes y experiencias construidos negro sobre blanco.
Y así un hombre cualquiera sigue las restricciones del
estado de alarma desde el hogar dulce hogar, compartido codo con codo con la
soñadora en pijama.
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