Un hombre cualquiera tiene una ventana enmarcada a Compostela, sin necesidad de certificado de empadronamiento, ni peligro de pellizcos de las Marías.
Frente a la catedral, los peldaños ascienden hasta alcanzar la ansiada gloria. Al adentrarse, como si se tratara de un cuadro del Greco, la mirada se fija en los ojos del Apóstol sedente, que siguen al visitante amarrado al cansancio de su bastón de peregrino. La quietud esculpida se envuelve por el rumor de una música, definida poéticamente por Rosalía de Castro “pois os gloriosos concertadores tempran risoños os instrumentos”. Desde la sonoridad de los arcos, los 24 ancianos de la Apocalipsis tocan el organistrum, las 14 citaras, los 4 salterios y las dos arpas. Sus medievales notas se hacen más presentes al subir el volumen de los cascos, la percusión reverbera sobre las maderas del siglo XII con el efecto de un instantáneo viaje en el tiempo. Hay que recolocarse las gafas de marca Barrié para no perderse los detalles del cincel y las trazas policromadas. Sin embargo, falta el murmullo de los susurros y los pasos recorriendo el tempo, el olor a incienso del botafumeiro o el tacto rugoso de la piedra sobre las yemas de los dedos; pero las aplicaciones aún tardarán en encontrar y copiar los detalles coartados por la virtualidad. Pero los esmeros trabajos de la Fundación Barrié se acercan vertiginosamente a conseguir captar lo imperceptible de la realidad.
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