domingo, 27 de septiembre de 2020

Lo imperceptible de la realidad

 Un hombre cualquiera tiene una ventana enmarcada a Compostela, sin necesidad de certificado de empadronamiento, ni peligro de pellizcos de las Marías.

 Desde ella se observa la ciudad vieja construida en piedra, fría y húmeda a primera vista; pero el agua que la impregna se filtra por laberínticas espirales hasta acolcharse en el poso de los recuerdos.  Las mojadas superficies petrificadas impregnan las huellas, que acaban plasmándose en álbumes de fotografías. Al revisarlos, tiempo después, las lágrimas brotadas de las reminiscencias volverán a regar las vivencias y anécdotas  de los lugares habitados. El recorrido hacia los recuerdos sigue petrificado en  los reflejos de las conchas doradas por caminos sinuosos y estrechas calles, que fluyen hasta alcanzar el Obradoiro.

Frente a la catedral, los peldaños ascienden hasta alcanzar la ansiada gloria. Al adentrarse, como si se tratara de un cuadro del Greco, la mirada se fija en los ojos del Apóstol sedente, que siguen al visitante amarrado al cansancio de su bastón de peregrino. La quietud esculpida se envuelve por el rumor de una música, definida poéticamente por Rosalía de Castropois os gloriosos concertadores tempran risoños os instrumentos”. Desde la sonoridad de los arcos, los 24 ancianos de la Apocalipsis tocan el organistrum, las 14 citaras, los 4 salterios y las dos arpas. Sus medievales notas se hacen más presentes al subir el volumen de los cascos, la percusión reverbera sobre las maderas del siglo XII con el efecto de un instantáneo viaje en el tiempo. Hay que recolocarse las gafas de marca Barrié para no perderse los detalles del cincel y las trazas policromadas. Sin embargo, falta el murmullo de los susurros y los pasos recorriendo el tempo, el olor a incienso del botafumeiro o el tacto rugoso de la piedra sobre las yemas de los dedos; pero las aplicaciones aún tardarán en encontrar y copiar los detalles coartados por la virtualidad. Pero los esmeros trabajos de la Fundación Barrié se acercan vertiginosamente a conseguir captar lo imperceptible de la realidad.

 Y así un hombre cualquiera vuelve al salón de su casa al quitarse las gafas y los auriculares, pero sorprendido siente el rumor de una gaita, como la que suele resonar desde el arco de Xelmírez.


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