Un hombre cualquiera se queda
petrificado a las puertas de un místico edificio cuando unas voces infernales salpican agresivamente la tranquilidad de las aceras y de los viandantes.
El agnosticismo de un hombre
cualquiera se resiente porque los histriónicos sonidos se escapan del templo y acaban
por malograr el laicismo a pie de calle. Así, su ojiplatica expresión se debate
indecisa entre la sorpresa y el miedo sobre la razón o causa de aquellos
horripilantes cánticos; manteniéndose firme y expectante como un beefeater a
las puertas de Buckingham Palace. Sin embargo, el miedo a una posible
combustión espontánea al pisar suelo sagrado le impide solventar su curiosidad
adentrándose en la franquicia del Vaticano.
Su mente rápidamente comienza a
imaginar masónicos ritos de iniciación o inquisitivas ceremonias que no
consentiría ni el mismísimo camarlengo. En el ignorante delirio de pensamientos
crea la imagen de un exorcismo fratricida entre el innombrable dueño del
infierno y el santísimo crucificado por la gracia del altísimo. De repente, un
golpe de viento cierra solemnemente las puertas de la iglesia, lo que provoca
una atronadora reacción en un hombre cualquiera a una vertiginosa velocidad de
160 kilómetros por hora, que con un estornudo inaugura un catódico resfriado por
lo gélido de las corrientes.
Y así un hombre cualquiera vuelve
a la consciencia sin turbaciones dogmáticas cuando deja de oír los ensayos de
los vocalistas del coro.
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