Un hombre cualquiera se adentra en
un exótico bazar dónde comprar un exclusivo producto único y valioso.
La felicidad rebota por imposibles
resortes que acaban destruyendo tópicos y trópicos, superando la invisibilidad de los meridianos
y paralelos, que crean cuadriculadas fronteras infranqueables. Las legales
endorfinas circulan por el mapa sin miedo a las fronterizas operaciones
antidroga y a los pesimistas agoreros de las incertidumbres. Además, la
felicidad no nos excluye por razón de nacimiento, raza, sexo, ideología,
religión, edad u otros condicionamientos naturales, artificiales o
transgénicos; sino que la alegría nos descarta por cuestiones económicas y egoísmos
contrarios al bien común.
Y la verdad, la felicidad se
disfruta realmente en compañía porque las carcajadas en sonido estereofónico
alegran con su naturalidad al obviar el monopartidismo auditivo. Además, el
rumor de la felicidad ignora el aislamiento acústico al resonar en unos
indiscretos muelles nocturnos; o crujir con el papel que envuelve un ramo de
rosas sostenido por un florero con forma de mensajero; o, a través de una
ecográfica inmersión, cuando un débil y pausado latir propicia el movimiento
del segundero en el reloj de la paternidad.
Y así un hombre cualquiera
abandona el bazar al descubrir que lo
único y lo valioso se encuentra en los deseos cumplidos que son la argamasa para una vida feliz.
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