lunes, 5 de noviembre de 2012

Lo lanzado de lo vacio



Un hombre cualquiera pasea por las adoquinadas aceras que rodean al casco histórico con el aroma de los tiznados cucuruchos de los castañeros. 

La sede de un partido político se anuncia a través de unas intermitentes luminarias, síntoma de una vírica enfermedad  que se enquista sin cita para una operación de urgencia. La puerta de entrada se decora con la gloriosa imagen de aquellos maravillosos años, cuando la organización empatizaba con la sociedad y la renovada savia hacía florecer la ilusión sobre el futuro.

Un ojeroso y enlutado simpatizante del partido abre la puerta de la sede tras una reunión extraordinaria para analizar los últimos resultados electorales. Los árboles que han presenciado victorias y sin sabores sufren la periódica enfermedad otoñal. A través de las suaves caricias del viento del atardecer, una amarillenta hoja se desliza planeando desde los 3 metros sobre el asfalto; en el mismo momento que la hoja se lanza al vacío, el despistado simpatizante se coloca el abrigo, arrancándose la insignia de su solapa, cuyos vetustos ideales y valores caen con la velocidad de los escaños perdidos durante la noche del escrutinio. Al final, las abatidas víctimas chocan contra la dureza de la realidad.

Y así un hombre cualquiera se queda a oscuras cuando las luces caen en un coma profundo sobre un derrotado campo de batalla.

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