Un hombre cualquiera pasea por las
adoquinadas aceras que rodean al casco histórico con el aroma de los tiznados
cucuruchos de los castañeros.
La sede de un partido político se
anuncia a través de unas intermitentes luminarias, síntoma de una vírica
enfermedad que se enquista sin cita para
una operación de urgencia. La puerta de entrada se decora con la gloriosa imagen
de aquellos maravillosos años, cuando la organización empatizaba con la
sociedad y la renovada savia hacía florecer la ilusión sobre el futuro.
Un ojeroso y enlutado simpatizante
del partido abre la puerta de la sede tras una reunión extraordinaria para
analizar los últimos resultados electorales. Los árboles que han presenciado
victorias y sin sabores sufren la periódica enfermedad otoñal. A través de las
suaves caricias del viento del atardecer, una amarillenta hoja se desliza
planeando desde los 3 metros sobre el asfalto; en el mismo momento que la hoja
se lanza al vacío, el despistado simpatizante se coloca el abrigo, arrancándose
la insignia de su solapa, cuyos vetustos ideales y valores caen con la
velocidad de los escaños perdidos durante la noche del escrutinio. Al final,
las abatidas víctimas chocan contra la dureza de la realidad.
Y así un hombre cualquiera se
queda a oscuras cuando las luces caen en un coma profundo sobre un derrotado
campo de batalla.
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