domingo, 25 de octubre de 2020

Lo paseado de las otoñadas

Un hombre cualquiera se cita con el otoño en el Retiro sin billete a la Toscana, ni salvoconducto hacia El Bierzo.

Al parque siempre accede desde el infierno, justo a 666 metros sobre el nivel del mar, con el ángel caído como cancerbero. Seguramente la muerte del ángel lo provocó un envenenamiento con esquirlas de porcelana disueltas en el café; sería metafórico porque la entrada se sitúa sobre la antigua fábrica de Porcelanas de la China, que destruyeron las infernales tropas napoleónicas. Bajo la estatua, una excursión escucha atentamente al guía, que les explica el origen del parque para disfrute y descanso de la familia real. “En el siglo XVII, el Príncipe de Gales visita Madrid y durante su estancia es alojado en el Cuarto Real del Retiro. Las condiciones de las estancias provocaron un conflicto diplomático y la partida del noble inglés. Como consecuencia, Felipe IV ordena al Conde Duque de Olivares la construcción del Palacio del Buen Retiro y los jardines con inspiración en Versalles”. La explicación despierta las carcajadas de los turistas, obviamente son ingleses y quizás se imaginan la situación con el actual príncipe y su Duquesa de Cornualles. Actualmente, por cierto, el parque no permite el acceso con caballos, salvo los de la policía. Un vistazo a Instagram le evade de la explicación del guía turístico y le encamina hacia al Palacio de Cristal con ganas de crear un montaje, como los de Hunter of History. La imagen se compondría con una fotografía de la actual exposición de Petrit Halilaj de flores gigantes, que recuerda al origen del palacio como invernadero de flores tropicales, y la toma de posesión de Azaña, como Presidente de la República, en mayo de 1936.Una brisa constante le alborota el peinado, mientras, al mismo tiempo, se sacuden las copas de los árboles y se precipita una  lluvia de hojas amarillentas y ocres para darle un aire bucólico al paseo, con el guion improvisado de un anuncio del Corte Inglés.

Al alcanzar la explanada del estanque, la escasa afluencia de gentes marca un silencio de conversaciones, golpes de remo y murmullos, que descubre el rugido del viento entre las ramas y los troncos que le rodean. Si aún existiera la casa de las fieras sería difícil distinguir el origen de aquellos sonidos entre la sinfonía de viento, los habitantes de aquel primer zoológico y los tertulianos de Telecinco.  El estanque permanece vacío a ojos de un ecuestre Alfonso XII. Sin navegantes enamorados, ni espectaculares naumaquias y sin un misterioso monstruo con familia en los Highlands. Tras abandonar el estanque, la alfombra de hojas sin escribir recuerda a la malograda feria del libro. La tristeza se acompaña de unas notas victorianas con violín que provienen de la entrada de la Puerta de Alcalá y qué llegan hasta su descanso a los pies de la fuente de los Galápagos. La miopía recrea unas figuras, en la lejanía, más similares a los personajes de Mingote, alcalde honorífico del parque, que a personas de carne y hueso. Después, se encamina decidido a perderse entre la arboleda hasta el petrificado Paseo de las Estatuas, las mismas que se desprendían de las cornisas del Palacio Real en las pesadillas de Isabel de Farnesio. Por superstición escapa de la precipitación republicana de las estatuas. Y, finalmente, el paseo otoñal se convierte en atemporal en el Parterre. El verde perenne de los cipreses topiarios incita a buscar a Eduardo Manostijeras moldeando las copas de los árboles, bajo la atenta mirada de Jacinto Benavente. Su divertida ocurrencia sobre el jardinero parece hacerse realidad con el misterioso chirrido de varias tijeras cortando. La ficción se apaga ante sus ojos al observar el roce de las puertas sobre el pavimento por el incesante viento.

Y así un hombre cualquiera traspasa la Puerta de Felipe IV para superar el otoñal síndrome de Sthendal.

 

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