lunes, 29 de octubre de 2012

Lo perezoso del nadador



Un hombre cualquiera se comporta cívicamente en sus deberes sociales, siendo ecuánime ante las desigualdades y laico ante los envites autoritarios de los designios divinos.

Si un hombre cualquiera debiera confesarse devoto de algún pecado capital, sin duda, la pereza se erigiría en el principal error a redimir y absolver a través de sus plegarias. Porque sólo la pereza le arropa con el leve devaneo de una mecedora que, casi sin tocar el suelo, le exime de cualquier responsabilidad y obligación. Sus acolchados brazos le zambullen en las pesadas aguas de un mar muerto donde nadar se convierte en una suave deriva en la más inhóspita y vacía quimera.  

El oxímoron de la pétrea quietud ante la vida deviene en una muerte prematura, acompasada por un corazón sin ritmo, ni sangre que riegue la colorada tez que la alegría contagia sobre las mejillas. Así, todo se convierte en una eterna espera donde los sueños y las ilusiones acaban patinando entre los dedos, mientras las miradas ensimismadas sólo tienen ojos para las sirenas del horizonte que obvian lo cercano a una caricia de distancia.

Y así, un hombre cualquiera huye ante el último tren mientras las luces de la estación se van apagando para evitar convertirse en la más terrible, oscura y solitaria nada.

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