Un hombre cualquiera examina en
un atlas posibles destinos para un exilio involuntario y sin billete de vuelta
a medio plazo.
¿Y quién inventará el sacacorchos?, si sólo nos rodeamos de embotelladores
de esperanza caducada. El mar se ha convertido en una colapsada empresa de
correspondencia por la cantidad de botellas que lo adoquinan desde la playa y,
sin eutanasia, hasta mar adentro. Los sobres de vidrio encierran desesperados
presentes sin futuro, que permiten el milagro de andar sobre las aguas a los
náufragos del pasado.
Y con la bajamar se acorta el rescate marítimo de un mesiánico naufrago,
que atraca en tierra sediento de una
continental y desalada realidad. Al aposentar sus pies en suelo firme un
arrugado olor a neftalina le envuelve por la involución del tiempo, que ha mutado futuro por pasado. Y, la verdad,
las riendas del tiempo siguen sujetas por el férreo y parásito reinado de antaño, que agoniza
en vida por no saber abdicar a tiempo.
Y así un hombre cualquiera, sin destino, se compra una veleta para que
el viento le guie hacia el futuro prometido.
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