Un hombre cualquiera presencia atónito el vuelo de cartas sin remite desde
una céntrica azotea, bajo un soleado lujo veraniego en pleno mes de febrero.
Los esquizofrénicos termómetros se broncean con temperaturas impropias del
calendario, protagonizando una sísmica fotografía en el mismo instante en el
que el mercurio estornuda. Sin embargo, cuando el silencio retoma el escenario,
la paradisiaca calma intuye un rumor insignificante en el ambiente, como el
batir imperceptible de una mariposa en las postrimerías de la primavera, que oculta
la brutalidad del férreo vendaval bajo un suave y encarnado guante de terciopelo.
Y la invisibilidad del viento, nimia y fútil, puede arrancar, con la
más leve brisa, las palabras lanzadas al aire sin fortificados pilares en
hechos cargados de sentida realidad. No tardan en llegar los tétricos
nubarrones, que convierten el ángelus del mediodía en noche cerrada, cuando
mutan las marítimas gaviotas en carroñeros buitres. Y al final lo que el sol
definía como un esplendoroso y dorado futuro al caer la noche se convierte en
una incertidumbre de un teñido azul oscuro casi negro.
Y así un hombre cualquiera rasga el desconocido remite del sobre detonando una explosión de estampitas
de San Pancracio.
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