Un
hombre cualquiera se asoma a la ventana y escucha en la lejanía el repiqueteo
de cucharillas, los bufidos de la cafetera y hasta el cacharreo de tazas y
platillos
Los
bares se comienzan a desperezar de una obligada hibernación con el improvisado
despertador de sus propios latidos. Los hielos aterrizando sobre los vasos, el
dulce rasgado de los sobres de azúcar, el crujido de las chapas al separarse
del botellín, la tiza deletreando el menú del día, los controlados choques de los
brindis, el descorche de crianzas o reservas para maridar la carta, el animado
burbujeo de los refrescos al servirse, el resquebrajado de los cubitos al
enfriar el café. Estas percusiones rítmicas devuelven el pulso perdido y el
color a los rostros que se atrincheran al otro lado de la barra.
Realmente,
el color comenzó a imprimirse sobre la tristeza metálica de las trampillas
cerradas. El ahumado color de un whisky sin complejos sirvió de base para
dibujar el anhelo y las ganas de parroquianos, repartidores, vecinos,
paseantes, productores, turistas y, sobre todos, camareros y taberneros. Todos
ellos tienen en común estar #OrgullososDeLoQueSomos y, antes de que las medidas
de desescalada permitieran abrir las trampillas, el frío metal de las persianas
comenzó a caldearse con el retrato de los camareros antes de volver a ponernos "lo de siempre". Eso sí, a partir de ahora será con mascarilla, a dos metros de
distancia, con pago con tarjeta y cartas digitales, pero con el agradecido y
reconfortante calor que inspiró a Gabinete Caligari.
Y
así un hombre cualquiera añora a los bares “qué lugares, tan gratos para
conversar. No hay como el calor del amor en un bar”.
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