Un hombre cualquiera tiene la innata capacidad de toparse con humanos
extraordinarios y hombres inconfundibles entre los modernos de Malasaña y los
señores del Bodegón.
La libertad de las almas que no entienden de fronteras, ni banderas,
conocen, verdaderamente, los secretos que se agazapan tras la línea del
horizonte. El caso más singular lo representa el fan de los festivales. Él
viaja con la música de un lugar a otro con el ritmo que marcan sus huellas
sobre el pentagrama. Anota ciudades sobre el mapamundi, que convierte en un
pañuelo para plegar, a su antojo, los puntos cardinales para su próximo viaje.
Los cristales de sus gafas conocen a la perfección las tonalidades
que diferencian el azul del mar y el celeste del cielo. De hecho, ha
conquistado el cielo de Madrid caminando a ocho metros y medio sobre el suelo.
Ha surcado los pasos de cebra compuestos de versos sobre el tiznado asfalto. Ha
imaginado a osos de peluche pilotando aviones. Ha amarrado fuertemente sus
recuerdos con varios lazos a la muñeca. E, incluso, ha desfilado abrazando un
corazón tatuado de leopardo, junto a una orgullosa Manuela, sobre la carroza de
la Cibeles.
Y así un hombre cualquiera espera seguir viajando al ritmo de las músicas
que caracteriza a lo inconfundible de los extraordinarios.
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