jueves, 7 de junio de 2012

Lo decolarado de las maldiciones


Un hombre cualquiera se pierde por una centenaria y polvorienta librería del centro especializada en obras de naturaleza infantil y en imaginarios mundos ficticios.

Un hombre cualquiera descubre el positivismo literario donde rebosan las historias con un final feliz, salvo para las perdices partidarias de conclusivos cuentos sin su presencia en el victorioso banquete de los protagonistas. Tras sus airados vuelos contra la empatía, los lomos de los libros se apelotonan a lo largo de las estanterías, disponiendo los títulos al derecho y al revés sin más orden que el caos. Apilados aleatoriamente se encuentran trolls, princesas, pitufos, gnomos, ogros, príncipes, destacando un delgado facsímil del que sobresalía un puntiagudo sombrero. 

Dentro del pequeño libro, una fábula narra las maléficas artimañas de una muchacha de falsa sonrisa, aspecto ignorante y alma de rubia, que escondía una clásica bruja de cuento. La dueña de la nariguda verruga, como acoplada invitada, asistía a una fiesta de etiqueta y boato de la traductora de maullidos. La anfitriona siempre se caracterizada por una rebosante condescendencia, campechanía y alegría, que encendía la ira y la envidia de la inquietante arpía; quién hechizó con una pegajosa maldición la cristalería de bohemia y de ilusión preparada para la fiesta. La resacosa limpieza post-festiva intentó corregir a fuerza de resistentes estropajos, lavavajillas con antídoto  y lametones felinos las pegajosas incisiones. Años después, finalmente, como no hay maldición que cien años dure 'ni cuerpo que lo resista', como apostilla el diseñador de consejos, la blasfemia comenzó a disolverse como la efervescente pastilla roja que decolora el líquido de un vaso que pasa a estar medio lleno al soltar lastre. 

Y así un hombre cualquiera abandona la librería, dejando zigzagueando el cartel colgado detrás de la puerta que reza 'colorín, colorado...'

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