Un hombre cualquiera se pierde por
una centenaria y polvorienta librería del centro especializada en obras de naturaleza
infantil y en imaginarios mundos ficticios.
Un hombre cualquiera descubre el
positivismo literario donde rebosan las historias con un final feliz, salvo
para las perdices partidarias de conclusivos cuentos sin su presencia en el
victorioso banquete de los protagonistas. Tras sus airados vuelos contra la
empatía, los lomos de los libros se apelotonan a lo largo de las estanterías,
disponiendo los títulos al derecho y al revés sin más orden que el caos. Apilados
aleatoriamente se encuentran trolls, princesas, pitufos, gnomos, ogros,
príncipes, destacando un delgado facsímil del que sobresalía un puntiagudo
sombrero.
Dentro del pequeño libro, una fábula
narra las maléficas artimañas de una muchacha de falsa sonrisa, aspecto
ignorante y alma de rubia, que escondía una clásica bruja de cuento. La dueña
de la nariguda verruga, como acoplada invitada, asistía a una fiesta de etiqueta
y boato de la traductora de maullidos. La anfitriona siempre se caracterizada
por una rebosante condescendencia, campechanía y alegría, que encendía la ira y
la envidia de la inquietante arpía; quién hechizó con una pegajosa maldición la
cristalería de bohemia y de ilusión preparada para la fiesta. La resacosa
limpieza post-festiva intentó corregir a fuerza de resistentes estropajos,
lavavajillas con antídoto y lametones
felinos las pegajosas incisiones. Años después, finalmente, como no hay
maldición que cien años dure 'ni cuerpo que lo resista', como apostilla el
diseñador de consejos, la blasfemia comenzó a disolverse como la efervescente
pastilla roja que decolora el líquido de un vaso que pasa a estar medio lleno
al soltar lastre.
Y así un hombre cualquiera abandona
la librería, dejando zigzagueando el cartel colgado detrás de la puerta que
reza 'colorín, colorado...'
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