Un hombre cualquiera presencia las
exhibiciones áreas de las golondrinas que al caer la tarde luchan contra la
invasión de los vampíricos mosquitos sedientos de sangre dulce para beber.
El termómetro asciende décima a
décima hasta llegar a medirse en euros centígrados intoxicado por una espumosa
prima de riesgo, cuyo perfil se asemeja a la etapa reina del Tour de Francia.
El calorcito horneado por la primavera va tostando el suelo de la plaza y va
caldeando un ambiente que rezuma a cascos recalentados por los mercurios
impositivos y monetarios, que no han dejado de oscilar durante todo el
invierno. Y llega la primera ola de calor, que sigue una musulmana estrategia
de invasión de sur a norte, que emborracha de sol a una península agotada por el
estrés de los índices bursátiles.
Y el sudor sigue empapándonos, sin
llegar a ahogarnos, pero persistente como una tortura china que no mata pero va
robando, gota a gota, suspiros de vida. Así, los cambios económicos se
retrasmiten a los sufridos contribuyentes por estridentes altavoces, que sólo
emiten pesimistas noticias sobre el futuro intercalándose por el sonido de
glotonas cajas registradoras que engullen sueños en forma de impuestos. Al
final, los ensordecedores gritos son acallados tras el ocaso, quedándonos
paralizados por un condensado sudor frío.
Y así un hombre cualquiera se
perfuma con spray anti-mosquitos para liberarse de los camicaces ataques de los
que sólo quieren chuparte la sangre.
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