Un hombre cualquiera observa los moribundos
restos de las barcazas varadas en la playa acompañado por el aciago doblar a muerte
de las campanas.
La constante y metálica voz del
campanario se extiende por calles y plazas con un rumor ensordecido por las
ocultas y desinteresadas almas ante la llamada de la muerte. A pesar de que la
siega acaba inexorablemente con las buenas y malas hierbas, la cortante y afilada
guadaña deja un pesado y deshumanizado poso insensible con los alejados del
virtuosismo y el afecto colectivo. Siendo la indiferencia la moneda de pago
póstuma por la avarienta antipatía de una vida basada en la usura y el
hermetismo.
La carencia de entristecidos
latidos entorno al acallado corazón yaciente no se pueden suplir ni con toneladas
de flores sobre la tumba, ni con litros
de tinta sobre el libro de condolencias y, mucho menos, con quejumbrosas plañideras cuyas fingidas lágrimas
tintinean como las monedas al chocar contra el suelo. Así, la tristeza del funeral no reside en el
pesar de los que acompañan al alma expirada, ya que cuando la soledad es la
única compañera la ausencia de lágrimas impide a la fúnebre barcaza navegar
tranquila y pacífica hasta la laguna estigia.
Y así un hombre cualquiera despide
a las agónicas barcas encendidas en el fuego del ocaso, en un viaje que concluirá
en el definitivo hundimiento de las llamas y de la vida con el último y
enlutado tañido...
No hay comentarios:
Publicar un comentario