miércoles, 13 de junio de 2012

Lo póstumo de las lágrimas


Un hombre cualquiera observa los moribundos restos de las barcazas varadas en la playa acompañado por el aciago doblar a muerte de las campanas.

La constante y metálica voz del campanario se extiende por calles y plazas con un rumor ensordecido por las ocultas y desinteresadas almas ante la llamada de la muerte. A pesar de que la siega acaba inexorablemente con las buenas y malas hierbas, la cortante y afilada guadaña deja un pesado y deshumanizado poso insensible con los alejados del virtuosismo y el afecto colectivo. Siendo la indiferencia la moneda de pago póstuma por la avarienta antipatía de una vida basada en la usura y el hermetismo.

La carencia de entristecidos latidos entorno al acallado corazón yaciente no se pueden suplir ni con toneladas de flores sobre la tumba,  ni con litros de tinta sobre el libro de condolencias y, mucho menos,  con quejumbrosas plañideras cuyas fingidas lágrimas tintinean como las monedas al chocar contra el suelo.  Así, la tristeza del funeral no reside en el pesar de los que acompañan al alma expirada, ya que cuando la soledad es la única compañera la ausencia de lágrimas impide a la fúnebre barcaza navegar tranquila y pacífica hasta la laguna estigia.

Y así un hombre cualquiera despide a las agónicas barcas encendidas en el fuego del ocaso, en un viaje que concluirá en el definitivo hundimiento de las llamas y de la vida con el último y enlutado tañido...

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