Un hombre cualquiera se dirige a
la panadería por sus horneadas y crujientes barras vienesas, mientras disfruta
de la fresca y soleada mañana por unas calles que tienen el alma mojada por
tanta lluvia que las ha empapado.
La panadería lleva más de un siglo
vendiendo el ateo y caliente pan nuestro de cada día a generaciones de vecinos
del barrio. La estirpe de panaderos se han formado en los gustos de sus
clientes y han endulzado sus penas y alimentado las alegrías. Las manchas de
harina decoran el uniforme de camisa y pantalón del dependiente, siempre
rodeado con un mandilón con el nombre del establecimiento. El lugar, a pesar de
su agradable olor a pan recién hecho y al tranquilo hilo musical, es un ir y
venir de comedores de curruscos y objetores diabéticos que acuden cada mañana a
por sus crujientes cortezas con miga y sus azucaradas porciones prohibidas.
El horno ha tostado lo que las
manos han amasado durante años a pesar de que la lluvia destiñera las banderas,
la sangre enrojeciera de vergüenza el olvido o que el blanco de las papeletas
se manchara con el óxido corrupto de un sistema disfrazado de democracia. Sin
embargo, la callada presencia de la panadería rememora otros tiempos al son del
timbre de un teléfono móvil, que riega la calle de libertad y asusta al clero a
la salida de misa de nueve, levantando el brazo para evitar que el sol les
deslumbre; pero todos al calor de un mismo horno construido con el barro que
sostuvo insensatos duelos a garrotazos.
Y así un hombre cualquiera recorta
el extremo de su baguette dejando un reguero de migas sobre el cuarteado mantel
de la acera que indican la felicidad del presente sobre las huellas de la
memoria.
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