Un hombre cualquiera abandona las
maletas en el hall a la vuelta de sus vacaciones, pretendiendo guardar sus
recuerdos más allá de los días de asueto.
Abre las ventanas para refrescar
lo cerrado del hogar. Se tumba en la cama para aclimatarse a la monotonía de la
interminable ciudad. El verano, por su parte, se encuentra en un estado de
agónica extinción cuando el mercurio desciende con la fuerza de un asteroide a
punto de sobrepasar la barrera de los centígrados positivos.
El depresivo termómetro contagia
su empatía con el refrescante viento que
reproduce un relajante sonido de oleaje sobre la arena de la playa, con las
idas y venidas de las amarillentas hojas de los árboles de la chopera. El
aireado rumor se adentra entre los huecos y rendijas de las persianas, dejando
que la casa respire tranquila con la presencia de su recién llegado inquilino.
Mientras las cortinas bailan sobre los enganches de la barra con un suave
arabesque entre la inspiración, que dota a las telas con unas boterianas
formas, y la expiración, que las devuelve a su esquelética verticalidad.
Y así un hombre cualquiera esconde
sus anárquicas pretensiones de apostata urbanita que compró un billete para no
volver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario