Un hombre cualquiera se coloca la cota de mallas y empuña su pesada
tizona, mientras preside una engalanada
justa con vehementes antorchas y rampantes estandartes.
Los dominios de su feudo están fortificados por xenófobas almenas
contra impíos herejes, engatusados por los embrujados arcanos amparados por la
ignorancia y dogmatizados por los espurios intereses de los altares. Esta mugrienta
inopia y ciega enjundia intolerante se reflejan en las coronas y cetros hasta sacralizarse
en credo único. Así, la política y la religión se imbrican en un sólo mercado
retroalimentado y autosuficiete.
Dicha autosuficiencia viene marcada por el buen hacer de los vasallos
que recogen el ecológico diezmo, convierten las canteras en fortalezas y
palacios y talan las invernales reservas de madera; a pesar de rasgar el oro de
las deformadas monedas para malvivir aterrados por los apocalípticos designios
divinos. Sin embargo, esta autárquica economía sofoca las necesidades feudales
de vasallos y nobles, mucho antes de que los aleteos de una acolchada billetera
provocara quiebras bursátiles en hipotecadas sociedades sedientas de petróleo.
Y así un hombre cualquiera despierta su alter ego medieval junto al
irónico visitante a golpe de onagro para revivir la edad de los imperios.
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