Un hombre cualquiera degusta, en
tonos cálidos, humeantes comestibles con rítmicos acordeones a 330 metros por
debajo de la cima de la Torre Eiffel.
La degustación de la vida está enfrenta
a su propia incongruencia, que deriva en la incapacidad de abarcar todos los
planes y de decidir sin conocer todas las alternativas, es decir, la escasez legitimada
por un poder esquilmado por el tiempo, las ganas y el dinero. Así, un hombre
cualquiera lucha contra la indecisión sobre saborear platos con especias
exóticas calificados con rocambolescos seudónimos gastronómicos; aplaudir textos inscritos en pergaminos retocados
por una perspectiva vanguardista sobre un escenario; admirar pinceladas ocres
en pinacotecas salvadas de necias ideas dictatoriales; acudir al suicidio solar
sobre la capilla de dioses regalados del desierto; o alcanzar el cielo por
decreto chulapo.
Por ello, la satisfacción y
disfrute del poder sobre los planes confeccionados sobre la marcha, le otorga a
un hombre cualquiera una invertida perspectiva ante el discurrir monótono de los
planificados planes preestablecidos. Así, una cita con la escanciadora de
palabras y el levantino consorte nos descubren lugares apartados de elíseos
enfrentamientos de papeletas para convertirnos en 'bell hop' de pantagruélicos platos,
que se sirven al accionar el timbre. Mientras una soñadora en pijama recorría deseosa
las dulces estanterías de horneados souvenirs.
Y así un hombre cualquiera asimila
la digestión con la compra de futuras comilonas sin fecha de caducidad.
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