Un hombre cualquiera navega con
cautela por cibernéticos mares ante el
aniversario del hundimiento más profético del devenir de un convulso y veinteañero
siglo.
Un hombre cualquiera se despierta sintiendo el frío iceberg
partiendo el Titanic en dos mortíferas mitades, mientras la vida se helaba ante
el fatídico destino del vacío. La sinfonía de la orquesta comenzó a desafinar al
ritmo del hundimiento, propiciando el aterrador preludio de la guerra, el miedo
y el hambre. Así, los desentonados acordes fueron acallados por cañones,
dictatoriales voces y bombas que sembraron odio y miseria por doquier.
Los lujosos vestidos, las resplandecientes
joyas y los gruesos fajos de billetes no sirvieron como recompensa o retribución
por un sitio en el bote, un trozo de
madera flotante o un lugar en el cielo para no expirar por congelamiento en un
infierno de hielo y nieve. Y es que el precio de la vida sólo se sabe cifrar
ante las agónicas negociaciones y amenazas que la muerte impone.
Y así un hombre cualquiera aprendió
a desconfiar de embarcarse en ostentosos proyectos donde la ruta esté dirigida
por inexactas brújulas que se pierdan hacia el norte.
Bárbaro!
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