Un hombre cualquiera empatiza con
el náufrago que firma su pergamino, antes de inyectarlo en el interior de una
botella, sellarlo a golpe de corcho y lanzarlo esperanzado al espíritu
salvavidas de la mar.
El involuntario ermitaño está
esperanzado porque su mensaje llegue a unas manos solidarias, bien sea, entre
las redes de un pesquero, en la arenosa superficie de una cala o a un remo de
distancia para liberarle de su aislamiento insular. Sin embargo, la botella se
deja llevar por corrientes sin un rumbo claro, navegando a la deriva su propia
existencia y la anhelada esperanza que contiene. Los bandazos del frasco de
vidrio se mueven al ritmo de los embaucadores cantos de sirenas, rebotando en
el afilado y neptuniano tridente que da palos de ciego ante las tempestades y
temporales.
El tiempo hace mella en un
debilitado náufrago que malvive desalentado porque su mensaje se haya hundido
en su camino hacia la anhelada protección del Leviatán. Pero, aunque el
protector lo intenta, su ceguera y sus temblorosas manos chapotean en la orilla
y agitan las aguas y envían con la resaca la botella, el mensaje y la esperanza
mar adentro.
Así un hombre cualquiera cierra el
periódico para emerger justo cuando tiene el agua al cuello, recuperando el
aliento mientras flota entre los vidriosos reflejos del cementerio de las
botellas relegadas al olvido.
Acaso el náufrago que firma su pergamino reciba, como en la canción de Sting,cientos de mensajes en botellas enviados por manos solidarias.
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