Un hombre cualquiera tiende la colada en el balcón bajo el sol del
mediodía, pero hay un sonido diminuto, casi inapreciable en el discurrir de la mañana
del vecindario, que proviene de la pareja de periquitos del vecino de enfrente.
Cada ventana, viandante y elemento ocasional van sumándose a la
avenencia incomprensible de sonidos y ruidos, que se derraman sobre la calle y
la envuelven con su propia voz. Todo sobre una base musical, inapreciable pero
sin la que el todo caería en la anarquía, que los periquitos entonan desde su
escenario enjaulado, donde la pareja se empacha de alpiste entre gorgoritos y
saltos de la jibia al suelo.
Los pequeños voladores dan ejemplo de su eterna fidelidad al armonizar
sus agudos y graves con el compartir de techo, maná y vida entre cuatro
barrotes, a pesar de que el alpiste se acabe o que el agua esté caliente.
Y así un hombre cualquiera escucha cada mañana el ritmo de la jaula de música para saber
apaciguar su tono y afinar su voz, a pesar de lo que haya al otro lado de la
ventana.
Sobre los pájaros. Escuche una vez decir a otro hombre cualquiera decir: que la persona más culta que había conocido nunca era un hombre que conseguía acercarse a los pájaros y cogerlos con la mano sin que ellos escapasen. Ese hombre si que era culto, decía! Yo creo que, no era culto. A no ser que enseñase a alguien como se hacía.
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