Un hombre cualquiera se sienta en el muelle para ver romper las olas
contra el espigón, mientras la lluvia cubre con un grisáceo manto toda la ría;
el temporal está en pleno apogeo contra la vida.
Al observar la brutalidad del temporal un hombre cualquiera se da
cuenta de que se encuentra rodeado por la devastación y la destrucción y por sus
catastróficas consecuencias. Como los barcos varados y los restos de los
naufragios que convierten a la playa en un cementerio improvisado, donde hasta
el escenario muere ante lo ocurrido; mientras el faro se queda sin luz con la
que guiar. Cuando todo acaba aparece la parte poética, el silencio sólo se
rompe por un acordeón solitario de la marca Rivas que silba con el son de las
olas a punto de ahogarse.
En el horizonte, los rayos del sol radian en F.M. susurros de lejanas y
futuras novedades que esperanzan a los marineros del puerto. Y las radios se
iluminan con las ondas que llegan de ultramar convirtiéndose en embajadores de
un nuevo tiempo; donde los barcos son restaurados, lo naufragado descansa en lo
reminiscente del fondo y la playa es
generada con las laderas de la sierra, rehabilitando el despedazado yang
marítimo con las arenosas entrañas del interior.
Y así un hombre cualquiera comprende que debe buscar en su interior
para curar las heridas que los temporales le dejan a su paso.
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