Un hombre cualquiera ha comenzado
una carrera de fondo para escapar de las corrosivas manchas de los números
rojos, de los aplastantes delirios con
paquidermos y de los tijeretazos
administrados sin remiendos anestésicos posteriores.
Y es que un hombre cualquiera sufre
de odinofobia, es decir, miedo al dolor y a la pena. Y, por ello, busca la
inmunidad a través de la aplicación de usufructos
felices al alcance de la mano y de la mente:
En primer lugar, aprovecha el
sueño. Un hombre cualquiera ha convertido al colchón y las sábanas en unos
herméticos diques de contención que suponen un reducto acolchado y templado de
evasión realista. Así el descanso nuestro de cada día nos deja inconscientes de
la realidad, ya sea con empalagosas comedias románticas, una tétrica película
de terror o una de romanos.
En segundo lugar, amortiza el
olvido. El alzhéimer voluntario se vincula a la creación de futuros recuerdos
provechosos y productivos, a través de la terapéutica utilización del humor. Así, un
hombre cualquiera ha desintonizado coléricos canales del fanatismo
apocalíptico, se ha convertido en beato seguidor de los histriónicos bufones que
glorifican con la risa y se ha pasado al contrabando de mejunjes derivados del óxido
nitroso.
Y, en tercer lugar, explota la
locura. Sin necesidad de encorsetarse en entalladas camisas de fuerza o
recostarse en nacionalizados divanes, un hombre cualquiera relativiza la
demencia a través de la imaginación.
Así, la locura bulle de la creación de fílmicos guiones, de alistarse a
bombardeos de novedosos proyectos o de
la fabricación de productos soñados.
Y así un hombre cualquiera ilumina
un mundo paralelo con la cálida luz del tungsteno, alimenta las arrugas a
través de las carcajadas y alarga la noche hasta el mediodía junto a la
soñadora en pijama.
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