Un hombre cualquiera se entristece
al ver al señor Eugène Colère borrar de su agenda el número de teléfono de su
desaparecido amigo Emile al volver de su funeral.
Obviamente, al fallecer deja de
vivir nuestro cuerpo, reduciendo su peso en 21 gramos por la expiración de alma
y mente. Todo aquello que hemos creado y
que día a día le dábamos cuerda para que funcionara se petrifican en un eterno purgatorio
de espera sin infierno ni cielo al que caer o alcanzar.
Nuestra cotidianidad, que a su vez
incide e involucra a los demás personajes usuales, se vería truncada y, en la
medida en que éstos necesiten de nosotros, nuestra muerte repercutirá como un
dolor punzante en el brazo izquierdo o como un imperceptible pelo que cae por
la fuerza de la gravedad. Mientras al otro lado de la pantalla, nuestros alter
egos cibernéticos se quedarían fosilizados como estatuas tras el último golpe de
cincel del escultor; ya que nuestra última actualización será la postrera aportación,
conjurándose en una despedida precipitada e involuntaria para nuestros contactos
y seguidores. Y al otro lado de la pantalla de bolsillo, la tecnología que nos
conectaba al mundo sufrirá un autismo crónico, recibiendo llamadas o correos
electrónicos que nunca serán atendidos
ni respondidos. Y al final tras la
madera de la pantalla de espejo del armario, nuestra ausencia provocará el
apolillamiento hedonista de camisas y pantalones de fiesta y de diario, al
mismo tiempo que los zapatos olvidan como caminar hacia adelante.
Y así un hombre cualquiera graba con
tinta imborrable los nombres y números de su agenda para que queden labrados ante
los infortunios del destino con el acordeón de Yann Tiersen sonando de fondo.
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