Un hombre cualquiera banaliza la
riqueza mientras comprueba su boleto de lotería en las hojas del periódico.
Al observar que su número no se
encuentra entre los acertantes, un hombre cualquiera se resguarda de la derrota
con las pequeñas cosas que perdería si hubiera sido agraciado con el premio.
Obviamente se mudaría a un barrio más céntrico perdiendo esa vida colectiva que
la periferia reporta a sus inquilinos, derrocharía en lo innecesario por las
sacudidas de la opulencia y hasta las ideas se le pudrirían entre el óxido de
las monedas.
Además, sufriría esa enfermedad,
en muchos casos, crónica de los que han adquirido nuevas pretensiones
económicas que les hacen perder el equilibrio en la tierra firme para aventurarse
en los vientos pasajeros de la moda y las brisas que hacen zigzaguear las velas
del candelabro.
Aún así, un hombre cualquiera y la soñadora en pijama guardan
una pequeña gran lista de sueños palpables e invisibles que la lotería conseguiría,
posibilitando esa felicidad capitalista que la propiedad le hace sentir al
individuo. Un felicidad efímera,
pasajera y fugaz que necesita de
nuevas inversiones casi instantáneamente
al amortizarse la compra anterior.
Y así un hombre cualquiera fiscaliza
los crímenes de la riqueza, mientras rebusca en su monedero el importe para una
nueva tentativa a la suerte.
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