Un hombre cualquiera se trasladó a
un mundo paralelo donde la sangre de toro impregna fachadas con ornamentos de
pétreo perfil y los ecos de vítores a ilustres personajes se entremezclan con
el bullicio de las nocturnas calles abarrotadas.
Un hombre cualquiera volvió a
comenzar de cero con un cronómetro colgado al cuello. Ante el incesante y
apabullante avance de la cuenta atrás estrujó el tiempo para destilar cada postrimero
y póstumo segundo. Y consiguió bloquear las agujas para adentrarse en laberintos
sin mapa ni brújula por los que se perdieron Calixto y Melibea en otro tiempo.
Todo se acabó cuantificando por el
tiempo de su provecho: el canto del alcaravan sobre una taza de café, el aroma
a croissant francés de las calles, el histórico relato de los medallones o el
artificial despertar de las piedras tras el ocaso. El tiempo se convirtió en el
precio de la felicidad que no se compra con dinero y cuando se termina te deja
en una desolada bancarrota.
Y así un hombre cualquiera incrustó
su cronómetro en una pétrea concha para fosilizar la felicidad del tiempo a la
sombra de la Clerecía
que bonito... poder perderse sin mapa, cual Calixto y Melibea.
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