Un hombre cualquiera se encuentra en ese punto intermedio entre la inconsciencia
y la cordura que le invade al despertarse del aletargado descanso de la
sobremesa. La transición del sopor a lo real le encierra en un círculo
simbiótico: primero, abre los ojos para realizar un reconocimiento geográfico de
su situación y físico de su ser. Inmediatamente después intenta recordar cómo y
porque ha acabado en ese lugar, rebobinando su pasado a cámara rápida hasta
encontrar un guión coherente. Y, justo antes de desperezarse en la realidad, se
sumerge en la ficción soñada para recordar lo creado en esa dimensión paralela.
Así, la inmersión en el recuerdo soñado le puede ahogar en las oscuras
aguas de Morfeo. O, por el contrario,
cogiendo impulso desde el fondo puede salir a la superficie, donde racionalizar
lo imparcial y grotesco de la alucinación que se contrapone y retroalimenta. Sin
embargo, un hombre cualquiera queda atrapado por las redes del círculo
simbiótico, incapaz de distinguir los recortes reales de personas, hechos y
lugares de los remiendos y las ataduras que
su arbitraria imaginación ha entretejido.
Y así un hombre cualquiera naufraga a la deriva entre experiencias
ficticias e historias reales...
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